En una época, yo hacía de la morriña un culto. Cómo no hacerlo si parte de ser gallego e inmigrante hace que lo lleves en el ADN, es una marca identitaria.
Hasta que me di cuenta de que uno puede dolerse por su tierra, por su pasado, por sus antepasados, pero que la vida puede ser más breve de lo que pensamos y que, al final de cuentas, si vamos a sentir tristeza o dolor que sea por algo que lo merezca mucho más.
Todas las mañanas, salgo con Galán, mi perro, a la plaza del Congreso. De un tiempo a esta parte, la cantidad de gente que vive en forma estable o que pasa la noche en ella fue creciendo. Esta mañana pude contar entre 7 u 8 grupos. En la cuadra del Senado: un señor que siempre está en la esquina; otra persona que estaba a mitad de cuadra; dos personas más al terminar el edificio. En la plaza: tres personas durmiendo en forma individual; el muchacho que hace el acampe contra Monsanto; unos cartoneros que pasan la noche ahí con su perro; una familia de cartoneros completa, que no sé si es tránsito o si están en la calle. En la otra plaza, en la el ombú, vive una familia hace algunos años y tienen dos perros. Además, hay que agregar al perro negro que llegó a la plaza con un acampe anterior contra Monsanto, que cuida rotativamente a la gente que vive allí, y uno beigecito que había llegado con su dueño cartonero hasta que el dueño no apareció más (o sí, hace unas semanas el perrito se alejó de su otro amigo perro porque vio a un anciano que volvía a la plaza, él se acercó de nuevo a él, lo cuidó por las noches como antes, hasta que dejó de aparecer por allí).
Esta situación me da mucha tristeza, no lo niego. Todos los días los miro (no por morbo), los busco con la mirada, trato de ver que nadie falte de su lugar. Pero no es porque no quiero que eso no cambie, sino porque sé que si no están es porque les pasó algo o hicieron algo con ellos. Las noches de lluvia, por ejemplo, los retiran de la plaza. No sé adónde los llevan, intuyo que a un lugar mejor. Eso es lo que quiero pensar. No sería la primera vez que los retiran de la plaza para que no afeen el lugar.
Cierta vez, hace no mucho, había una señora muy mayor y un señor, que estaban con 8 perritos. Mi dilema era si eso estaba bien o no, sobre todo, porque los tenían atados a la reja y hacían turnos rotativos para pasearlos. Hacía frío todavía y la señora los tapaba con las mantitas. Me di cuenta (tarde, siempre tarde) de que no podía juzgar la situación. Ella los encontró, les dio amor y los cuidaba. Ni mejor ni peor que nadie... mejor dicho, mejor que mucha gente que quema, viola, tortura a sus perros. Mi segundo dilema fue que deberían de tener hambre, pero no me daba la cara para llevarle comida para los perros y no para ella. Pero ella amaba a sus perros así que le llevé lo que podía: alimento para los perros y dos botellas con agua.
Todas las mañanas, veo también vasos de plástico y fuentecitas. Huellas de que alguien lleva alimentos. Incluso, dejan leche para los tres gatitos que viven dentro del monumento. Hace un par de semanas, dos señores del Ejército de salvación les llevaron café y alfajores y, también, un verdulero una vez le dejó al de Monsanto un atado de acelga.
La tristeza no soluciona. Es verdad. Pero mientras espero o esperamos un cambio de sistema hay un mientras tanto. Y en el mientras tanto es maravilloso recordar que uno es un humano y que podemos no perder la humanidad ni el amor. Entonces, podemos ofrecer algo que tengamos a mano para que al otro la vida le resulte más fácil aunque sea un segundo: 10 pesos, agua, café, comida (para él o para su perro, quien ama a su perro quiere que coma), una mirada, algo.
Mi madre y mi padre me enseñaron que uno siempre puede dar, que hay gente que siempre necesita más que uno. Mi mamá, antes de poner el pan en una bolsita separada de la basura, besaba el pan, supongo que lo seguirá haciendo. Y creo que si mi presupuesto diario consiste en 60 pesos (que no es mucho), si hay alguien que necesita 30 mucho más que yo, no me voy a morir. Y creo, también, que si la gente pide dinero, hay que darle dinero; si pide ropa, hay que darle ropa; si pide cartón, hay que darle cartón. Es muy habitual que la gente se niegue a dar dinero porque si tiene hambre le compro un sánguche, a ver si todavía va a comprar alcohol. Son seres humanos, los seres humanos tenemos voluntad. Tienen suficiente con tener una vida complicada y con tener que salir a pedir. Si piden dinero, hay que darles dinero. Si quieren comer, comerán; si quieren alcohol, comprarán alcohol; si están juntando para cigarrillos, comprarán cigarrillos. No soy la madre para decidir qué les hace bien y qué mal, qué necesitan y que no. Porque nadie viene a decidir qué hago yo con mi sueldo docente que no es la gran maravilla, nadie me dice que con lo que cobro no debería andar como enferma juntando animales de la calle. No voy a decidir por otro. No tengo derecho a hacerlo.
Mientras los cambios llegan, no me cabe la menor duda de que al mundo le falta amor. Y sé que de dádivas no se vive, solo espero que esto suceda en el mientras tanto, porque en el mientras tanto a mucha gente y a muchos animales se les va la vida.
Gracias a quienes me ayudaron a comprender esto: mis padres, quienes fueron pobres y nunca olvidaron eso y me enseñaron a no olvidarlo; a Galán, que me enseñó a ver lo que hay alrededor y que se acerca siempre que puede a la gente que está en la calle a ofrecerle lo que tiene, una lamida, todo su patrimonio; a Christian, por ser tan espirtual y a Dulcinea por enseñarme que los animales son nuestros semejantes, sufren y son felices como nosotros y porque, mientras ella pelea por un mundo mejor, no se olvida de que el mundo necesita amor.