Hoy, me enteré de que mi papá admiraba en mí lo mismo que yo admiraba en él. Y es que éramos tan iguales que no podíamos evitar ser distintos, y querernos con nuestra manera rara de amar a la gente, tan distantes, apenas acariciándola con la mirada y diciéndole te quiero con muchos silencios.
La última vez que lo vi, acaricié su mano para memorizar cada uno de los pliegues de su piel para cuando quisiera volver a acariciársela, del mismo modo en que había memorizado antes las orejas de mi perra. Y, a cada tanto, por las noches, se las acaricio y pienso que somos lo mismo, que no se fue, porque mis dedos son los suyos, y mis sonrisas de medio lado también. Porque, en definitiva, si leo un libro de aventuras o si soy irónica, no puedo evitar reproducirlo a él.
Quizás, admirábamos en el otro lo que cada uno amaba de sí mismo y nuestro amor se transformó en egocéntrico.
Solo sé que no está, pero así y todo, hoy, confirmé que lo conocía como a pocas personas conocí en mi vida.
En ocasiones nos cuesta ver lo más obvio
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