A esta altura del año, con Charly García de fondo cantando el Himno, me viene a la cabeza una imagen como una fotografía, que sube hacia ella como si subiera desde las entrañas.
Estoy parada frente a una ventana que da al cruce de las calles Solís y Alsina, mi antigua morada, vestida de negro. Realmente, no recuerdo si exactamente estaba vestida de negro, lo cierto es que me veo en el recuerdo de espaldas asomada en la ventana y eso tampoco es posible. Y tengo tan solo 20 años que, aunque es un dato real, a la distancia me parece increíble haberlos tenido.
Cae la tarde de a poco por lo que la luz se va tornando amarillenta, un cálido día de verano (aunque las mangas de mi atuendo negro desmientan el calor que hacía), la gente movilizada en las calles, un torbellino de personas se mueven de un lado hacia el otro, corren, huyen de las balas que vienen desde la Plaza de Mayo.
Y, en ese instante en que me asomo, lo hago para oír mejor y ver desde dónde viene el Himno de Charly a todo volumen. Viene de un coche estacionado sobre Solís en la vereda de enfrente. Y sube como un rugido, como un clamor, como un Himno de guerra. Y sé, en ese instante, que esa imagen quedará nítida en mi recuerdo para siempre, porque parece la música de fondo perfecta para un día épico, como si fuera una película lo que estoy viendo y viviendo, el comienzo de algo o su fin, quién sabe.
Y de negro seguiré vestida, a lo mejor, debido al luto de esas horas y de mangas largas, quizás, debido al frío de la muerte que acechaba bajo una gorra nuevamente. De espaldas, siempre de espaldas, viéndome a lo lejos a mí misma, a esa chica de 20 años que empezaba a comprender las cosas.
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