Érase una vez, en un lejano país, una aldea de gente pobre, tan pobre, que los niños pequeños salían con su azada a trabajar en el campo y las niñas pequeñas se contrataban en las casas de familia.
Una de ellas se llamaba Dolores y tenía 16 años. Una tarde, ya casi anocheciendo, estaba sentada en la puerta de la casa haciendo cestas de mimbre sobre su delantal, con ollín por las labores del día, y se arreglaba el pañuelo que cubría sus cabellos de vez en cuando. A su lado, un hombre mayor, quizás su abuelo o quizás su tío o un vecino, le contaba un cuento de príncipes y hadas. De vez en cuando, la niña levantaba la mirada, observaba a lo lejos, a un tiempo imposible en un lugar lejano y sonreía despierta.
Al día siguiente, Dolores se levantó temprano como todos los días. Se calzó sus zapatitos un tanto usados y pretendía verlos de cristal. Mientras se dirigía a su trabajo, se cruzó en el camino con Francisco, de 19 años él, el hijo del maestro del pueblo. No tenía caballo blanco, sino un burro que caminaba a su lado y se dispuso a darle conversación.
-Mañana, son las fiestas patronales -comentó- ¿estarás allí?
-Si el hada viniera y me regalara unos zapatos... -suspiró.
-¿El hada? Las hadas no existen.
-Claro que las hay, yo tendré algún hada madrina que me cambie el destino -dijo ella con el ceño fruncido.
-Por arte de magia -dijo él, sonriendo sarcásticamente.
-Dijo mi tío -ahora, sabemos que el hombre era el tío- que a Cenicienta le regaló unos zapatitos de cristal, le dio vestido y carroza y conoció a su príncipe.
-Y a las 12 todo eso se esfumó...
-Pero el volvió...
-Porque sabía que ella tenía sangre noble, ¿eso también te contó tu tío? ¿Que nada había cambiado su hada madrina, que todo seguía igual? ¿y para qué querrías unos zapatos de cristal en esta aldea, para meterlos en el barro? Además, ni pensemos en que las otras niñas mirarían queriendo los suyos, pero, claro, el hada madrina solo pensaría en tu par de zapatos y, de convertirte milagrosamente en princesa, los demás seguiríamos en el mismo estado.
-¿Qué significan todas estas palabras? -preguntó ya sin el brillo en sus ojos.
-Significan que no hay hadas y sí príncipes, y nosotros, los que seríamos el "pueblo" sin nombre en el medio de una pieza teatral cuyos protagonistas serían esos reyes de los que hablas... y que, por eso mismo, me voy a alistar en el ejército y no sé cuándo volveré.
Ella se detuvo y permaneció sin aliento, sin fe. No había más príncipe que quisiera, ni siquiera que fuera montado en un bello corcel, ni que luciera zapatos nuevos. Francisco se alejó cuando ella llegó a la puerta de la casa de su señora, ella se volvió a tocar el timbre, ingresó y, en silencio, miró todo a su alrededor. No podía quejarse de esa familia, pues si tenían ropas en desuso se las daban y algunas botellas de vino para las navidades. Solían acordarse de ellos, pero ella siempre había sabido que no eran iguales, pero, ahora, ella sabía que deberían serlo.
Al día siguiente, se levantó temprano, dio el desayuno a sus hermanos, algo de café y un mendrugo duro. Los miró a los ojos, sonrió mientras los miraba profundamente a lo lejos siempre despierta. Preparó un hato de ropa, sin más zapatos que los puestos porque otros no tenía, besó a su madre en la frente y se marchó. Vio acercarse poco a poco por el camino de piedra a Francisco, le sonrió en el medio de un fuerte abrazo, él le preguntó adónde vas, ella le dijo adonde me lleves, pero es una guerra dijo él, quedarme sería la peor derrota, respondió.
Y se alejaron por el camino, con el burro a su costado. De ellos, no supimos más, si hubo casamiento o no lo hubo, pero sí que fueron felices mientras se pudo.
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