Tenía en su mano la tirita con la muestra de perfume que le dieron en la calle como promoción del día del padre. La aferraba junto con el boleto del colectivo que había sacado un rato antes para poder regresar a su casa.
Un asiento se desocupó, ella se sentó, se acercó la tirita a la nariz, cerró los ojos y aspiró profundo. Su fragancia la inundó y, allí, estaba. No era el hombre más bello que había visto, no, conocía otros con un rostro más armónico. Sin embargo, algo en él hacía que fuera maravilloso. Se acercó para hablar con ella y terminaron riéndose sin parar y sin saber muy bien de qué. Supo que era el hombre que había esperado siempre aun antes de haber charlado con él, una vez hecho esto, no le quedaba ninguna duda. Le prometió que se volverían a ver.
De pronto, ella se dio cuenta de que estaba llegando a destino. Se levantó de un salto, alcanzó la puerta y bajó. Caminando en dirección su casa, arrojó en el primer cesto que vio la tirita y el boleto hechos un bollo. Él ya no estaba.
Al llegar a su casa, su marido la esperaba, no es que hubiera llegado tarde, no. La vio entrar y, al acercarse a saludarla, ella puso su mano en el hombro de él como si pusiera un límite o tomara distancia, reflejos de vivir con un hombre como ese. Él torció su cara en dirección a esa mano, la tomó con la izquierda y se la acercó a la nariz. Olió sus dedos con los ojos cerrados y su rostro se fue transformando poco a poco. Separaba uno a uno los dedos y los olía por separado y, luego, en conjunto, mientras le preguntaba con quién había estado y se los torcía cada vez más provocándole un dolor intenso.
De su cara salían lágrimas y de su garganta sollozos contenidos, de la de él solo gritos e insultos. Ella cerró los ojos, buscando nuevamente a ese otro hombre y se preguntaba por qué, en un acto involuntario, había aceptado esa muestra gratis.
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