Desde Sor Juana hasta acá, ha pasado mucha agua debajo del puente. En el siglo XVII, ella ya planteaba en sus poesías que las mujeres no eran solo belleza, tenían otras cualidades. No eran el objeto que describían autores como Góngora o Quevedo: sus dientes no eran perlas, sus cabellos no eran oro, sus labios no eran un rubí.
Sin embargo, aún hoy cuesta que muchos (tanto hombres como mujeres) entiendan que no somos un objeto. Estudiando algunas cosas básicas sobre el derecho, me topé con el tema de la capacidad de la mujer en el matrimonio y cómo evolucionó de ser una completa incapacitada a poder adquirir sus bienes y recién en el año 87 se plasmó la patria potestad compartida, la fijación conjunta de domicilio y la elección del nombre de los hijos.
Durante mucho tiempo fuimos ese objeto que pasaba de las manos de un padre o un hermano a un marido. Pero no solo nosotras. También los niños. Recién con la Convención de los derechos del niño se los empezó a considerar sujetos de derecho, ya los padres no pueden hacer lo que quieren con ellos. En el año 94, se le dio estatuto constitucional, por lo cual, nuestro país debe cumplirla. Una de las principales cuestiones es el derecho a ser oídos en todo lo que respecta a su formación e incluye el concepto de capacidad progresiva: un niño no es incapaz porque no es un objeto, sino un sujeto, la diferencia es que tiene capacidades diferentes según las edades y hay que escucharlo atendiendo a su maduración.
Nada de imponer nada. Las mujeres históricamente pasábamos de ser objeto-niño a ser objeto-mujer. Si culturalmente estábamos condenadas a ser objeto, es lógico que la violencia se justificaba porque siempre iba a haber alguien que tuviera el poder sobre nosotras y nuestros cuerpos. Es muy difícil sacar las raíces culturales más profundas que llevan siglos arrastrándose. Porque, aunque muchas cosas han cambiado (eso nadie lo puede negar), esa violencia de género o ese maltrato infantil arrastran con concepciones formadas durante siglos. Son capas y capas de polvo que cubren nuestra historia.
Aún hoy, muchos maltratadores no son condenados socialmente porque siempre es la mujer "la loca que lo provoca", "una histérica que lo persigue" y muchos no entienden que la violencia psicológica puede ser aún peor que la física. Las marcas no se ven, pero ahí están.
Confío en que de a poco las mujeres y los hombres también irán cambiando estos patrones culturales en sus hijos, irán enseñándoles que tienen derechos, que pueden reclamar, que tienen voz, que pueden gritar. Y, sobre todo, señor Freud, que nuestra sexualidad no se configura desde la falta de un pene porque nacimos completas, mujeres enteras.
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