Estaba triste y apareciste. Quizás, por eso vuelvo a hablarte a vos en lugar de contarle a la gente sobre vos.
Decía que estaba triste y apareciste. El lunes, salí antes de la facultad porque no podía ni con mi alma ni con mi cansancio. Llegué a casa, abrí la puerta. Mientras caminaba hacia el ascensor algo me hizo retroceder. Había un folleto en el piso. Era del bar de la esquina de tu casa, Pichincha e Independencia, al que pedíamos la comida cuando almorzábamos juntos. Lo primero que pensé fue que es un poco lejos para que hubiera llegado hasta acá. Ahí estabas. Vos no hubieras dicho nada si me hubieras visto triste, no hubieras hablado. Lo único que hubieras hecho habría sido decirme que pidiera un sánguche de lomito completo en ese bar. Hubieras querido comerlo vos, pero no podías.
Ahí estabas. Diciéndome que me pidiera uno de lomito completo. No hubieras dicho nada o hubieras rajado una de tus puteadas negadoras, pero, finalmente, me hubieras invitado a comer. Tal vez, porque la vida te enseñó que los sentimientos, todos, son cuestión de tiempo. Algunos se aplacan, otros mueren, otros resucitan y algunos son eternos.
Tomé del piso el folleto y lo puse en mi cuaderno. Por ahí debe de andar nadando, entre apuntes, esperando a que algún día lo cuelgue en mi heladera.
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