Macunaíma al entrar en San Pablo deja su conciencia colgada en la Isla de Marapatá. Evidentemente, esas cosas que uno no necesita en las grandes ciudades. Ni eso ni el alma. Es por eso que al ir a lugares pequeños uno necesita recuperarlos.
Siempre sostuve que uno el ritmo interior y la temperatura interna las aprende de chico. No me importa que me digan que mi acento es de porteña o que soy porteña, sé lo que soy. Mi padre me enseñó a no olvidarlo. La memoria es un ejercicio constante, como el amor y la morriña gallega, incluso, ayuda a engrandecer lugares. Posadas me dio la vida, los juegos en la vereda, mi ritmo interior y mi temperatura.
Cuando viajo a lugares más pequeños, suelo recuperar estas dos últimas cosas. Llevo desde el domingo intentando entrar en la velocidad porteña, en sus horarios y en su ansiedad. En cambio, consigo andar muy despacio, sin prisas. La temperatura es algo que no pierdo nunca, la pasé mal con el frío mendocino como lo paso mal con el porteño. Uno se da cuenta de que tiene huesos. Eso para alguien que usó campera por primera vez a los 7 u 8 años es exceso.
Mendoza no es el lugar más hermoso del mundo. Sin dudas, no lo es. No se ofendan mendocinos, Posadas es quizás menos linda ciudad aún. Sin embargo, tiene un algo y es que no pude evitar pensar en Posadas, por sus calles, por sus horarios; aunque no se parezcan en casi nada.
Si tuviera que recomendar un lugar para viajar, podría enumerar otros varios antes de esta ciudad. No es un lugar al que le pueda adjudicar un color, un aroma ni una música. Por ejemplo, si tuviera que hacer eso con Misiones diría rojo y verde, el aire huele distinto, la música del Chango. Sin embargo, tiene dos o tres lugares que valen la pena (conocí poco, debe de haber muchos más): la plaza Independencia que tiene un monumento precioso (me venía "Carito" de Gieco a la cabeza) y el Cerro de la Gloria. Y una cosa que habla super bien de sus habitantes: los perros callejeros son felices, la gente les da comida y amor (y la limpieza, sin dudas). Pocas cosas embellecen tanto a una ciudad como el cuidado que se tiene por lo propio. Y algo que me fascinó es esa presencia sanmartiniana por todos lados, para mí, que soy casi su fan, no es poco.
También, tiene esas cosas que la hacen única y, quizás, esas son las cosas más bellas de un lugar. Los semáforos que no se entienden y las acequias. Agradecí que mis viejos no hayan ido nunca a vivir a Mendoza porque, con los genes torpes que circulan en mi familia, hubiéramos terminado lisiados todos en forma muy temprana. Entendí, además, los tiempos que maneja mi médico y, ahora, trataré de enojarme menos con él (aunque me resulta imposible enojarme porque le tengo mucho cariño).
De Mendoza, quizás, me llevo algo mejor. Haber consolidado una amistad. No fue gracias a los motivos más agradables de universo, pero descubrí que, en ocasiones, reírse con amigos es lo único que sana heridas (y si no las sana, por lo menos, pasás un buen rato).
Si bien ir fue un sueño cumplido, creo que desde enero estaba con ganas de ir, no sé si repetiría. Preferiría ir a Córdoba en la próxima ocasión (alguien me habló hoy de Córdoba y no la puedo olvidar). Quizás, no es raro que durante mi estadía en Mendoza haya danzado por mi cabeza la canción "no es lo mismo Córdoba sin ti" a repetición.
No es el lugar más bello del mundo, sin dudas. Sin embargo, no pude evitar llorar al irme, como me sucede cada vez que me voy de un lugar. Eso, por un lado, sé que es deformación gallega del desarraigo, del no poder soltar los lugares, de sufrir con lo lugares que dejamos, de amar una tierra por sobre todas las demás y amarlas a todas por igual, de "Ir y quedarse y con quedar partirse"; pero, también, debe de ser la forma de volver a dejar la conciencia y el alma fuera, lejos de una ciudad que ignora qué son esas cosas, de una ciudad que no necesita lágrimas, abrazos, sueños, ni alma.
Hasta el próximo viaje, en el que necesite vestir mis sentimientos nuevos.