Hoy, se cumplen 20 años de mi estadía en Buenos Aires. Reconozco que este aniversario me pegó fuerte por diversos motivos y que vengo evaluando este tiempo que pasó hace unas semanas.
Recuerdo que el día que llegué todo siguió igual, puedo ver claramente cómo en el sillón de esa casa nueva, que era un departamento que me quitaba mi patio y me alejaba de mi niñez, jugábamos con mis hermanos al juego que jugamos siempre, mi hermano era mi hijo Petito, me llamaba "momó" en lugar de "mamá", y mi hermana su tía.
Luego, los años me fueron quitando cosas, sumando dolores y, si bien hace mucho tiempo no estoy en Misiones, siempre me sentí parte de esa tierra, aunque no la vea, supongo que es la forma en que me enseñaron a querer y recordar mi lugar de nacimiento, con distancia y lejanía, con morriña más que nada, como una tierra prometida que nos fue negada. Y es que Misiones fue mi paraíso, mi infancia, mis papás, mis hermanos siempre tan fieles compañeros de aventuras, mi espacio reducido, su calor, el edificio de la calle Lavalle con mi Yaya, mi querida Yaya cantándonos tangos (El pañuelito blanco), la heladería Roma, el río, río, mío, mío... la vereda de San Carlos, el Santa María, la clase de danza, el dije en Marco Polo, California es el supermercado que le conviene más, la religión y su silencio. Muchas cosas.
Cuando llegué a Buenos Aires, no era la tierra desconocida, era la tierra deseada que pronto dejaría de serlo. Fui reconstruyendo mi niñez con recuerdos de vacaciones invernales en la casa de la Yaya, mi querida Yaya. La calesita de la plaza Primero de Mayo, la Plaza Congreso y sus palomas. Pero nunca llegó a pertenecerme esta ciudad, siempre me sentí de paso.
Estos días, estuve pensando qué me dio Buenos Aires en estos 20 años, haber venido. Y se me ocurrieron varias cosas como las amigas (Valu y Ceci, este año se cumplen 20 años de que las conozco, Noelia y Valéria a quienes conozco hace 10), la facultad, el colegio, el trabajo, la sobrina, la Cuqui, claro, la Reina, el Pucho, Leoncito.
Sin embargo, recién mientras leía mi libro de Almudena, me di cuenta de que esta tristeza que me venía embargando desde hace unos días hoy se disipó cuando Sele me regaló una de sus sonrisas, le dije que me diera un beso, me abrazó, me besó, la besé y le dije que la quería mucho y ella me respondió que ella también a mí.
Si en este instante alguien me pregunta por qué valió la pena haber venido y dejado el Paraíso, haber pasado lo que pasé, bueno y malo, le puedo responder que vale la pena haberlo hecho por ese piojito, por ese instante, por ese beso, por ese abrazo, por ese te quiero. Si algún día leés esto, piojita, sabrás que ese instante, hoy, valen esos 20 años.