Se están por cumplir 20 años de mi estadía en Buenos Aires. Y, de pronto, trato de evocar recuerdos de Misiones.
Calor, mucho calor, de un intenso amarillo que se vuelve naranja por las tardes. Vereditas llenas de tierra, aunque no sean de tierra... todo se llena de tierra. Tierra y sol, aire caliente y agua que mana, los cuatro elementos completan el cuadro.
Moscas que pasan, en tamaños irreales, cucarachas que sobrevuelan mi cabeza, cascarudos por las noches, mosquitos sedientos de roja sangre, un murciélago que pasa rasante y bebe agua de la pileta.
No extraño nada de esos insectos que ocupan el lugar por derecho propio, ni la tierra, ni el calor.
Sólo extraño esas veredas, mis hermanos en ellas, los juegos, las risas, ese eterno verano que fue la infancia y que ya no está. Ese río a lo lejos que ni siquiera permitía soñar y ser utópico con la otra orilla porque ahí, enfrente, veíamos el verde de la otra costa. Ese límite, ese espacio reducido, esa cajita de cristal, mi mamá y mi papá, la pileta, la cancha de tenis, el topetó, la clase de danza, el helado en la heladería Roma, la revista Barbie el domingo, las chatitas que lastiman los pies y el talle princesa para la misa, esa sensación de pago chico, ese acento de las entrañas, esa protección de lo individual que acá no hay.
No hay comentarios:
Publicar un comentario