Había despertado en la noche, no era una cenicienta corriendo sin su zapato. Quiso hacerlo, huir definitivamente del tiempo, pero se metió en él, viajó hacia un lugar recóndito y él la siguió. Supo mecerla, acunarla, decirle lo indecible del mundo, del tiempo, de las cosas, inventó lenguajes cuando el suyo se hacía finito, pequeño. Viajaron en la noche, sin rumbo, sin dirección, se supo la verdad por un momento y, al alba, como era de esperar se dijeron adiós.
Ella despertó y supo que él jamás había estado allí. El mundo volvía a su lugar, como siempre, de a poco, a los tumbos y ella decidió tomar su lanza y arremeter desde el suelo, herida de muerte, contra todo, contra el mundo.
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