Este año, en abril cuando volví a Posadas, volví a reencontrarme con los hombrecitos, pero no me hice consciente de ello hasta que me encontré sentada en el avión que me llevaría a San Pablo. Y es que mi viaje a Brasil significó una especie de despedida con mi papá, quien amaba ese país como yo y que me insistía en que me fuera a vivir allí. Siempre quiso eso y creo que era su excusa perfecta para poder ir seguido. Mientras lo recordaba en el avión, por supuesto, pensé en los intermiables viajes Posadas-Buenos Aires, Buenos Aires-Posadas que hacía de chica. Casi 12 horas de absoluta monotonía, que eran interrumpidas por unas pocas horas de sueño, un pebete y una cindor en botella en la parada de Chajarí. Luego, la llanura se hacía lenta, aburrida y se transformaba en una sucesión de campo-vaca-campo-vaca-campo-vaca. A él, en los micros, le gustaba viajar en el asiento de adelante para ver la ruta, nunca le pregunté qué era lo que le gustaba de eso.
Sin embargo, en la ruta, no solo había vacas sino también hombrecitos, que lejos de ser pequeños, eran grandes. Mejor dicho, eran diminutos, pero iban creciendo a medida que el micro avanzaba. Se sucedían unos a otros, eran una especie de regimiento. El aburrimiento hace que veamos espejismos y sé que es extraño que recién ahora, viajando a San Pablo, haya percibido lo quijotesco de mi visión de los hombrecitos, nunca antes había relacionado este hecho con los molinos gigantes de don Quijote. Probablemente, el agobio del viaje, el cansancio, la falta de su pebete y de su cindor lo hacían ver personas diminutas que se iban agigantando con su llegada.
Y es siempre volver al incio, porque uno de los mejores legados que me dejó mi papá fue el Quijote, lo veía reírse tanto cuando lo leía que, cuando se fue de casa por el divorcio con mi mamá, intenté su lectura para acercame un poco a él. Y descubrí un mundo fascinante. A la vuelta de la vida, yo le terminé presentando los libros de Almudena, aún hoy tiene uno, que creo no llegó a leer, pero quiero mantener ese lazo uniéndome a él, pensar que lo tiene como préstamo y que algún día va a venir a casa a tomar un café con coñac con el libro en la mano para devolverlo a su estante.
Hombrecitos, con un par de orejas y un par de brazos visibles. |