Enrejado, encarcelado me siento, dijo Santiago entre risas y copas en su fiesta de casamiento. El día D había por fin llegado. Pocos fueron los invitados a la iglesia, los necesarios. Todos esperaban a la novia, especialmente, el novio. Él se encontraba nervioso, miraba hacia todos lados. Había llegado descalzo como estaba planeado y su atuendo era completamente blanco, lo único con color era el clavel rojo que tenía entre sus manos. Jugaba con él entre sus dedos, ansioso, cuando comenzó a sonar una música de Los Piojos, señal de que la novia había llegado. Casi se le cayó de las manos el rojo clavel, cuando observó su pelo suelto y sus pies desnudos. Ella quería avanzar y no podía, lo deseaba y a la vez lo temía. Su padre tironeó un poco de su brazo y ella avanzó al son de sus aros.
Dieron el «sí» como flotando entre nubes, no dijeron nada que no hubieran prometido antes. El anillo de él estaba hecho con un clip del cabello de ella, el anillo de ella con un rizo trenzado de él. Todo estaba por fin sellado, el rito, por fin, se había cumplido.
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