Cuando era chica, la Semana Santa se pasaba en familia. Recuerdo que, en la escuela, me decían que ningún viernes de cuaresma se podía comer carne. Pasado el tiempo, eso quedó sólo para el Viernes Santo. Mi mamá vivió contándome que, cuando era chica, el que le pagaba al cura podía comerla y que, una vez, ella le preguntó a su abuela por qué no le pagaban y su abuela le respondió que porque tampoco tenían plata para comprarla. Con el paso del tiempo, supe que antaño había ayunos y más restricciones.
Respecto del Via Crucis, recuerdo haber ido a uno estando en Posadas y lo recuerdo porque me gustaba esa cosa de pago chico de caminar por la calle y no por la vereda. Hoy, aprendí que las visitas a las siete iglesias responde a las etapas del Via Crucis y que, en cada una, hay que rezar delante del Santísimo y, por primera vez en mi vida, vi una cruz enlutada con un paño morado (antes se hacía eso con todos los santos).
De grande, las cosas fueron tomando otro sentido. Veía a mi mamá llorar los Viernes Santo y ver los defiles de la Semana Santa de España. Tiempo después, con los padres viviendo en otros lados, comencé a sentir la falta de pasar el domingo de Pascuas juntos. Porque para mí es más importante que la Navidad, me parece que es una fecha realmente familiar, no sé por qué motivo. Mis papás me llaman y me desean felices pascuas y me parece algo que nos une.
Pero no sólo me pasa con estas fechas. Mis padres me desean feliz 25 de mayo y feliz 9 de julio y es algo que me gusta. Ellos son españoles y me saludan en mis fechas patrias, aunque, a esta altura, debo decir nuestras fechas patrias. Y es que ambas ya son parte de esos ritos profundos de cada uno con sus seres queridos y con esas partecitas que le dan identidad. La Pascua por la religión, por lo que me dio de mamar mi mamá, las fechas patrias por mis raíces, por lo que soy.
Esas fechas me unen a ellos más que otras.
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