Empecé escribiendo esto por un libro que le presté a mi papá, un libro que habla del amor y de la violencia casi en la misma medida. Y me pregunto hasta qué punto podemos cuidar las cosas que amamos y protegerlas de nuestra ira porque, al menos en lo que a mí respecta, solo me causan ira y odio y malestar las personas que amo, no las que pasan de largo.
Quizás, fue por eso que también comencé a escribir sobre Marcos porque escribir muchas veces me sirve para destilarme la sangre, para cortame las venas y que de a pequeños chorros de tinta se vaya lo malo.
Y, de algún modo, Marcos se fue o se está yendo, estoy dejando correr el agua bajo el puente. A él, ya le dije varias veces lo que pensaba y si dije algo más fue por lo que en algún momento lo quise. Pero pienso que así como él me hizo mucho daño, tal vez, también, yo lo haya hecho. Con límites, reconozco que jamás lo perjudicaría en el trabajo, pero hasta qué punto algo de lo que dije no lo hirió.
No lo sé y, probablemente, no lo sepa nunca. Así como nunca sabre si mi papá sabía que lo quise. Estos últimos días ando recordándolo poco y sé que suena raro si escribo sobre él en este momento y no es que mi papá se haya ido con mi escritura. Con él, es el efecto inverso. Quiero escribirlo para tenerlo, para decirle que su ausencia es fuerte, para mostrarle que sigue teniendo motivos para enorgullecerse de mí aunque ya no me lo pueda decir.
El viejo quería conocer algún hijo mío y eso no podrá ser, y luchar contra lo que no puede ser es doloroso.
Escribo porque él nunca leerá lo que escribo porque nunca lo hizo y ya no lo puedo dar vuelta. Decirlo para decirle que acá estoy, que acá está él. Que no sé si lo supe cuidar de mi amor-ira, que sé efectivamente que él no pudo cuidarme de eso, y Marcos tampoco.
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