Yo ya no quiero, pero Marcos aparece igual, aunque sea por medio de su sombra que, evidentemente, no puede ser más que una pobre sombra. Por suerte, no es solo él que aparece, incluso, me he acostumbrado a su existencia después de mí, después de eso que hubo que no sé bien qué fue, pero que a veces siento que no existió. Hay gente que no entiende que tomar partido en estos casos es una tontería, que tarde o temprano el mar se calma y mueren en él los que quisieron sacar la ganancia en la época de tormenta.
Quienes han vuelto son mi papá, quien creo que en realidad aún no se fue, y mi adorada Yaya. Ella volvió no sé muy bien para qué, pero me la trajo la memoria. La última vez que estuvo tan presente fue por medio de sueños y sé que, de algún modo, me condujo al lugar en el que estoy. Y ahora está aquí una vez más, quizás, porque se va encontrando en mi pasado con la gente que ya no volveré a ver. Recordé sus grandes tazones de leche, las magdalenas, sus batones, las tardes jugando a Grandes Valores del Tango y, claro, las noches en que me dormía diciéndome los números en euskera.
La primera vez que ella volvió a mí fue en un sueño, como ya dije, y terminé decidiendo, impulsivamente, como casi siempre, estudiar su lengua. Comenzar a aprender lo que ella había ido olvidando de a poco. Y lo hice. Y la primera clase, cuando conté que me dormía diciéndome los números, la profesora repitió esas palabras que hacía más de veinte años que no escuchaba y no pude evitar volver llorando a mi casa.
Quizás, haya vuelto porque sabe que la necesito, que necesito que vele por mis sueños, que necesito que me enseñe a seguir siendo niña aun siendo grande, que me enseñe a contar hasta diez y no para dormir, sino para volver a mí, para dejar que pase el agua abajo del puente, para tener paciencia hasta que Marcos se diluya en su propia existencia, para correrme de él y de su pobre sombra.
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