Hace unos 20 años, mi debilidad eran las jugueterías. Enloquecía cuando pasaba por una, soñaba con qué juguete quería que me compraran. En la adolescencia, juntaba dinero para pasar por la disquería y comprarme CDs que me gustaran. Después, durante la facultad, las librerías me podían, los aros de feria, los bolsos... Ahora, a estos últimos, se le sumaron los bazares y, sí, es la edad.
Lo mismo pasa con todo. Primero, leía novelas infantiles, luego, novelas rosa hasta que llegué al Quijote y otras cosas. Hace 20 años, Serrat me parecía una cosa deprimente de viejo, Sabina, Charly y otros gente incomprensible. Bueno, me convertí en una vieja depresiva que, también, entiende lo que antes no entendía.
Hace unos años, no hablaba con los niños, aunque me gustaran. Ahora, soy maternal con los chicos que me cruzo en la calle y me encanta jugar delirantemente con mi ahijada, aunque, por momentos, me saca de quicio.
Con los padres es igual. De chica, eran casi mis dioses perfectos. En la adolescencia, dejaron de serlo. Ahora, los acepto como son y los elijo de cualquier modo.
Amigos eran todos, cualquiera que se riera conmigo. Desde hace un tiempo que cuento menos, porque cuento sólo a los que saben quién soy, a esos que elegí como hermanos. La gente con la que comparto risas y quiero, es sólo eso, gente que quiero con la que comparto cosas.
Con los hombres pasa lo mismo. Hasta no hace tanto, me gustaba el que era seguro, o sea, el que tenía una vida burguesita muy bien planeada y al que no se le salía nada de su casillero. El artista de mundo me daba terror, hippie ni hablar. Sin embargo, el burguesito y su vida chata me aterran ahora. Para eso estoy yo, es preferible alguien que te lleve contra el viento y que te haga ver que esa vida insegura que no te gusta es fascinante porque se corren riesgos y, sin riesgos, podés terminar apoltronado frente a un televisor muy aburridamente juntos.
En suma, no dejé de ser coherente por cambiar de opinión. Sólo me volví mayor.
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