Escribir es relatar heridas, marcas, golpes, contar un camino. Cualquiera que sea: escribir es caminar, mirar hacia atrás recordando el pasado, mirar el presente y, sin dudas, pensar el futuro.
Escribir es un modo de construir la historia, la propia o la ajena. Armar los distintos pedazos del rompecabezas que alguien, un día cualquiera, decidió patear y mezclar. Y, con paciencia, nos sentamos de a varios juntos, uno encuentra las piezas y otro las va encastrando.
Papá era un gran lector, eso ya lo dije. Siempre lo que contaba tenía que ver con lo que aprendía del mundo, quizás, contar su mundo le dolía. Solo un año antes de morir supe algunas cosas y, entre los personajes más añorados de su infancia, estaban su abuelo Manuel y su perro, quien iba a buscar a su amo a la iglesia y lo esperaba afuera.
Un día, mientras comíamos, papá por primera vez empezó a contarme escenas familiares, pero solo aquellas que le resultaban más gratas. Y me hablaba de su abuelo, de las borracheras que tenía y cómo su abuela siempre le tenía una paciencia infinita. Me dijo te cuento esto como si los estuviera viendo ahora, no lo puedo creer. Creo que la muerte se le colaba por los poros sin él saberlo y necesitaba relatarme algo suyo, algo que fuera su historia para que no se escapara con su muerte. Sacó una foto de un armario y me dijo estos eran mis abuelos, ella era la mujer más linda, tuvo muchos hijos y me hablaba con admiración de esa gallega pequeñita que criaba hijos, aguantaba las borracheras del marido, que veía partir a los pródigos hacia el otro lado del mar y que tenía espaldas.
Es raro, nunca pudo contarme nada de eso antes. No fue como mamá que siempre fue la mejor narradora que escuché, que siempre permitió que recreara en mi cabeza imágenes al punto de ser tan nítidas que parecen recuerdos propios.
Él quiso contarme parte de su historia, en la que dos hombres llegaban a sus casas alcoholizados, la mirada se le transformaba como si nuevamente fuera un niño sufriente, y diferenciaba a su padre de su abuelo en que este no le pegaba a la mujer.
Mi padre tenía sus marcas, nunca quiso antes escribirlas y supongo que esperó a que ellos se congregaran de nuevo mientras lo venía a buscar esa pareja de ancianos que tanto lo quería para acunarlo nuevamente y para decirle Manuel que no lo volviera a llamar abuelo, que no era viejo, que mejor lo llamara padriño. Así, juntos, los veo irse al niño con su abuelo hacia algún lugar de Galicia, acompañados los dos por un perro mientras una mujer los espera al lado de un horno a leña.
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