Marcos, al principio, me pedía que lo fuera a visitar a su trabajo los días que yo no andaba cerca. También, entraba a buscarme seguido para hablar de cualquier cosa conmigo, aunque interrumpiera lo que yo estaba haciendo.
Varias veces le dije que dejara de hacerlo y le dije que no pensaba ir a visitarlo porque no correspondía, porque pensarían cualquier cosa sobre esa situación.
En cierta ocasión, me dijo que no le comentara a nadie su fecha de cumpleaños, que solo yo la sabía, que a él no le interesaba vincularse con nadie más del lugar. Me contaba tantas mentiras, que me decía que hacía donaciones que no eran reales (luego supe eso) o decía que él juntaba mis cosas para que no se me perdiera, cuando lo había hecho otra persona.
Una vez, yo estaba mal y me dijo que me iría a ver, pero no lo hizo, por supuesto, se acobardó. Cuando yo comencé a poner límites a sus tonterías, una vez dejé de hablarle y estando en una reunión, cuando esta terminó, estaba esperándome a mis espaldas para hablar conmigo.
Marcos tenía algún interés en mí, no sé cuál ni me importa ahora, pero él jamás podrá negar las cosas que los dos sabemos. Marcos se hacía el gracioso, el infantil, el guerrero, pero cuando tuvo que sostener su gracia, su parte lúdica y su parte batalladora no pudo porque era todo una invención de lo que esa pobre personita pequeña y oscura quiere ser. Pero jamás se animó a romper el cascarón.
Lo peor de Marcos no es que no sepa nada de la vida ni nada del amor. Lo peor de Marcos es que sigue sin tener interés en saberlo. Será de esa gente que, cuando llega a grande, se convierte en un ser gruñón que detesta en los demás todo lo que quiso ser y no se atrevió, y tampoco tendrá a nadie a su lado para contarle sus historias.
Pobre Marcos, tan grande y sigue sin darse cuenta de que la vida es un juego que hay que estar dispuesto a jugar.
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