Inés deseaba huir. La muerte no le sirvió, no había sabido cómo
hacerlo, había equivocado el método. Los cortes en sus muñecas habían
sido los equivocados. Estaba cansada del silencio, ese silencio que
significa la muerte cuando calla lo que se siente, cuando calla lo que
uno piensa. De algún modo, antes de escapar hacia la frontera, Inés
estaba muerta, entre cuatro paredes igual que las hijas de Bernarda.
Mientras
leo esto, pienso que Marcos embarcó y no fue tentado por las sirenas.
Él solía zambullirse en el mar disfrazado de ellas para que yo me tirara
y me ahogara con él, cuando lo conseguía, me tomaba por los cabellos y
me hundía bien hondo, aunque me desesperara y pataleara por salir a
tomar aire y, luego, me sacaba a flote, me daba a entender que me
quería, me hacía algún regalo para que me sintiera bella y me decía que,
nuevamente, me había equivocado, que había hecho lo incorrecto y que
él, por ir a salvarme, casi moría arrastrado por mi culpa. Como siempre,
yo le pedía perdón, lloraba y le decía que no lo volvería a hacer.
Ahora,
Marcos es feliz o cree serlo que, aunque parezca lo mismo, no lo es.
Yo sufro, no ya por él sino por haber descubierto las marcas de la
violencia en mi interior. Si hubiera métodos para ver esas huellas en la
cabeza y en el pecho, yo tendría una gran mancha morada de tiempo.
Quizás, en este momento, yo no sea feliz del todo, pero sé quién soy y
puedo mirar a la gente de frente, a los ojos. Dulcinea ya me ha dicho
que uno puede caer en muchas batallas, pero que la integridad no tiene
precio y sé que ella no miente.
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