Ayer, soñé con papá. Estaba allí dándome unas indicaciones. En el sueño, estaba muerto, claro. Y me miró con la mirada más llena de amor con la que me miraron en la vida, que fue la misma mirada con que se dirigió a mi la última vez, aquella en que le prometí que regresaría a verlo.
Es una promesa que no cumplí, fui cobarde, lo sé. Y tampoco fui a verlo ni a despedirme el día de su entierro. Jamás podría ir a ver inerte a quien para mí era inmortal. Creo que jamás me cuestioné la finitud de mi mamá, tal vez, por tenerla tan cercana en muchas actitudes. Pero de mi papá era impensable que se muriera, al menos, tan pronto. Y, aunque cinco meses antes sabía que esto sucedería, aún hoy, casi cinco meses después de su muerte no consigo creerlo del todo.
Vino en el sueño para decirme qué hacer en una situación en que debía proteger a otra persona. Sé que, de algún modo, él sabía o sabe que puedo cuidar de otros y sé que ahora no necesito de nadie porque a su modo está cuidándome las espaldas. Si alguien se achica ante mí, no puede mirarme a la cara, no puede dirigirme la palabra o se acobarda sin más, sé que en realidad rehuyen de la mirada de él, sé que le tienen miedo a la voz grave que en algún lugar los maldice en gallego por estar metiéndose con su nenita.
Marcos me dijo que me iba a cuidar hasta el día en que él se muriera. Marcos es promesas fáciles. Papá siempre fue corto de palabras que demostraran afecto, jamás me dijo que me cuidaría y, sin embargo, sé que su límite para hacerlo no fue la vida. Sé que algunos, más tarde o más temprano, vendrán desandando sus pasos, pisando sus negras sombras a pedir perdón. Lo que esos algunos no saben es que yo podré proceder como si nada hubiera pasado, pero que no olvido ni perdono.
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