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Su vestido es muy deseado por ella como por todas las chicas que actuarán ese día. Rojo debe ser porque así lo indicó la maestra. Pero piensa que desea otros vestidos, de fiesta, de diario, aunque con el que más sueña es con el de casamiento. Piensa en su muñeca, esa que está vestida de novia tendida en el centro de la almohada, y se dice a sí misma que su vestido será como el de ella, celeste. Eso permitirá que la vean diferente, única. No le importa que le digan que las que no llevan blanco es porque han pecado. A esa edad, no se sabe qué es pecar y más tarde se descubre que Él no está donde nos dijeron. Mira a su muñeca y se sueña mil veces novia, mil veces madre, mil sueños que se destruirán o cambiarán. Pero, en ese momento, sueña y juega, y a esa edad los sueños son reales y posibles, y en las tardes del calor agobiante todo es posible.

La madre, de pronto, llega apurada. Recién salida de su máquina de coser Singer, la llama para probarle su vestido de Heidi. Ella sale de su ensueño y, por supuesto, el vestido es perfecto, es el soñado.