Con otra cosa, tenían que ver, con otros sueños, en fin, las maderas, decía Santiago mientras secaba con su pañuelo el alma de Soledad. No quiero que te sientas sola, no lo estás, cuando me di cuenta de que ya no oía las voces de ustedes, aunque pudiera verlas, pensé que yo no podía esperar a que el agua bajara porque, quizás, eso no sucediera nunca, por eso miré mi árbol y él mismo me dijo que era lo suficientemente alto como para unir las dos orillas. ¿Por qué tardaste tanto?, le dijo ella, con el alma más suave que antes. No tardé, fue cuestión de una noche, busqué un hacha y trabajé hasta la madrugada y, esta mañana, cuando lo vi caer, recogí mi nombre del agua y crucé por mi puente para llegar a tus brazos. Pasaron meses, le dijo ella con un tono de reproche, mirá mi almanaque. Te juro que fue una noche y no te miento, mirá el mío.
Y sonrieron. Ninguno mentía, ambos calendarios marcaban tiempos reales, aunque distintos.
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