La vida y la muerte se cruzan en sus pasados. Los dolores familiares, las divisiones de ese país tan lejano que han sabido traer mezclado con recuerdos en sus maletas. El viaje fue largo, aunque la posibilidad de regreso achica las distancias, aunque el recuerdo las elimine.
Libertad sabe que ella pertenece a un lugar muy lejano que no conoce con los ojos. Pero mamá y papá lo tejen con palabras y canciones, en lenguas distintas, lejanas y cercanas. Papá habla algo distinto que ella no habla, pero es normal que él lo haga y, también, sus amigos. Con esa lengua, con su lengua padre, papá la llama cativa y el padrino pitusa. Es normal para ella entenderlos, aunque no conversar con ellos de ese modo, ya que sólo puede hablar su lengua madre, la lengua de su madre.
Las canciones de ellos también son suyas, su identidad, pero duelen y no le gusta que a mamá y a papá les dé morriña, y no le gusta verlos cantar de ese modo, cantar con el brillo de los ojos, esos ojos que extrañan ver otros paisajes que guardan en el fondo de la memoria y en el fondo de las canciones.
Ellos, también, le enseñan a querer ese lugar, a sufrirlo y desearlo. Le enseñan los silencios que ellos, también, y tan bien han aprendido.
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