Hacía el equipaje, era el momento del principio de otra cosa. Tenía las manos pegajosas y se las miraba, no comprendía. Agarró la valija y se dirigió a la estación de tren, algo seguía incomódandolo en los dedos. Dejó su maleta cuadrada de cuero en el portaequipaje y se sentó. Era una mañana de invierno, muy porteñamente fría. Había un blanco en su mente, cosas que no recordaba. Desde el momento en que decidió emprender una nueva vida, todo su pasado se había borrado por completo de su memoria. No recordaba y tampoco deseaba hacerlo. Lo único inquietante era la molestia en sus manos, pero trataba de ignorar lo que le sucedía.
El tren empezó a moverse poco a poco, el paisaje se alejaba de él. Había leído en un libro que, cuando se viaja en tren, podemos sentarnos de modo en que nos alejemos de un paisaje o de que vayamos al encuentro de otro. No sabía por qué quería alejarse y no acercarse, sin embargo, algo en el fondo de sí le decía que era necesario apartarse de algo que lo sostenía y sabía, también, que no quería encontrar nada a su regreso. Mientras se despedía de ese lugar, cierta congoja le invadió el pecho. Metió la mano derecha en el bolsillo de la parte interna de su chaqueta y retiró una libreta y una pluma. Necesitaba anotar las palabras que le vinieran en mente. Escribir era un modo de exorcizar sus miedos. Le costó, en un principio, sostener la pluma y pensar palabras para poner en el papel. De pronto, comenzó a ver que en sus manos aparecían algunas escritas con tinta negra. Su primera reacción fue asustarse y querer borrarlas con el dorso de las manos. Miró a su alrededor buscando las miradas de curiosidad, pero todos los compañeros de viaje iban concentrados en sus periódicos o en sus conversaciones. Trató de relajarse y de ver aquello que decía.
Un nombre lo primero. Sofía. Levantó la vista y trató de calmarse. No sabía quién era, pero decidió seguir leyendo. Ella tenía los cabellos oscuros y los ojos color miel. Se habían conocido un año atrás en el trabajo, los había presentado un compañero. Sofía no sabía quién era él ni quería saberlo, un poste era lo mismo que su flamante colega. Él, sin embargo, no pensaba lo mismo y decidió acercarse poco a poco. La miraba con una dulzura especial, en un modo en que nadie lo había hecho nunca. De cualquier manera, atraer su mirada le llevó unos días. Hasta que comenzaron a conversar. Tuvieron el inconveniente de que pequeñas paredes transparentes aparecían entre ellos de vez en cuando y las intenciones de uno y otro fueron rebotando. Fue cuando él decidió regresar y olvidar, cuando la mente se le puso en blanco y su historia anterior había dejado de importarle. Ella, por el contrario, comenzó a pensar en sus manos y en todas aquellas palabras que le daría como ofrenda.
Detuvo su lectura y miró al frente. Se levantó y comenzó a correr hasta el último vagón. Cuando llegó, se dio cuenta de que ya era tarde para reencontrarse con el paisaje. Éste le decía velozmente adiós.
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