Había pedido un deseo. Ser por un momento Humphrey Bogart. Cerró los ojos y al abrirlos estaba parado en el medio de la calle una noche de invierno con una gabardina beige y un sombrero calado. Tenía la cara del actor, que sin ser bello, llevaba la elegancia en la mirada. De pronto, se dio cuenta de que estaba en los años 40 y no sabía qué hacer. Esa no era la ciudad que conocía, aunque podía leer alguna de sus huellas.
Salió a caminar y entró en el primer bar que encontró de camino. Fue a la barra y pidió un whisky. Las miradas de las mujeres caían imantadas en él. Luego de hablar con varias de ellas, decidió salir al frío invierno nuevamente. Mientras caminaba, se encontró con el payaso triste, que hacía malabares en la calle. Vestía unos pantalones cuadrillé dos talles mayores al que le correspondían y los sujetaba con unos tiradores. Lo miró fijamente y en las lagrimitas pintadas en su rostro percibió que era una mujer. Cuando el payaso supo que él sabía, comenzó a correr primero en círculos y luego recto. Humphrey tiró su cigarrillo, se acomodó el sombrero y comenzó a seguirlo, abrió la gabardina y la usó como capa para que le imprimiera más velocidad a sus pasos. El payaso, mientras tanto, perdía terreno porque tropezaba con sus grandes zapatones, sin embargo, cruzó la calle corriendo. Humphrey no vio el coche que venía y cayó tendido inconsciente en el suelo. El payaso se detuvo y retrocedió.
Cuando él abrió los ojos, su sueño se había acabado y había vuelto a ser el mismo en su misma ciudad en su tiempo de siempre. Comenzó a reconocer las cosas y se dio cuenta de que estaba en la cama de un hospital. Una enfermera con la cara de Ingrid Bergman se reclinaba sobre él para observar cómo estaba. Sonrió al ver en el fondo de sus ojos las lagrimitas de aquel payaso que, al acercarse al cuerpo tendido de Humphrey, había cerrado los ojos y pedido un deseo.
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